En los seminarios teológicos y universidades, sin embargo, las raíces de este gran tema se ven con mayor claridad que en el mundo en general; entre estudiantes se ha abandonado el uso de las frases que implicaban seguridad de la verdad, y los abogados de la nueva religión no sufren, como otros en la Iglesia en general, por mantener una apariencia de continuidad con el pasado. Pero tal franqueza, estamos convencidos, debiera extenderse al pueblo en general. Son pocos los deseos, de parte de los maestros de la religión, que han sido más dañinamente exagerados que el deseo de “evitar ofensas.” Con demasiada frecuencia ese deseo ha estado cerca de ser peligrosamente deshonesto; el maestro de religión, en el fondo de su corazón, está muy consciente de la radicalidad de su opinión, pero no está dispuesto a renunciar a su posición en la atmósfera santificada de la Iglesia, declarando todo lo que piensa. En contra de toda política conciliadora o paliativa, simpatizamos con aquellos hombres, sean radicales o conservadores, quienes tengan una verdadera pasión por la luz.
Cuando nos deshacemos de todas las fras
es tradicionales, ¿cuál es, en el fondo, el verdadero significado de esta revolución en contra de los fundamentos del cristianismo? ¿Cuáles son, en breve, las enseñanzas del liberalismo moderno que se oponen a las del cristianismo?
En principio, nos encontramos con una objeción. “La enseñanza,” se dice, “no es importante; la exposición de las enseñanzas de liberalismo y cristianismo, por tanto, no deberían despertar ningún interés en realidad; los credos son meramente intercambios de expresión de la experiencia cristiana unitaria, y ya que sólo expresan experiencia, son todas igualmente válidas. Por lo tanto, las enseñanzas del liberalismo, pueden ser completamente diferentes a las enseñanzas del cristianismo histórico, y, sin embargo, ambas, en el fondo, pueden ser lo mismo.”
Es así que encuentra expresión la hostilidad moderna a la llamada “doctrina.” ¿Pero realmente se está objetando en contra de la doctrina, o más bien en contra de una doctrina en particular por el interés de otra? Sin lugar a dudas, en muchas expresiones de liberalismo, la situación corresponde al segundo caso. Existen doctrinas del liberalismo moderno que se han declarado con tanta intolerancia y tenacidad como cualquier doctrina proveniente de credos históricos. Tales, por ejemplo, son las doctrinas liberales acerca de la paternidad universal de Dios y la hermandad universal del hombre. Estas doctrinas, tal como lo veremos, son contrarias a la religión cristiana. Pero las doctrinas son todas iguales, y como tal, requieren defensa intelectual. Aunque pareciera que el predicador liberal objeta en contra de la teología, realmente está objetando un sistema teológico por el interés de otro. Y el deseo de ser inmune a la controversia teológica aún no se ha logrado.
A veces, sin embargo, la objeción moderna en contra de la doctrina toma carices de una objeción más seria. Sea o no sea bien fundamentada la objeción, la verdadera intención de esta se debe aclarar.
Ese significado es perfectamente claro. Para objetarlo sería necesaria una actitud de burdo escepticismo. Si todos los credos son igualmente verdaderos, entonces, como se contradicen el uno al otro, son todos igualmente falsos, o por lo menos igualmente inciertos. Por lo tanto, estamos simplemente haciendo malabarismo con palabras. Decir que todas las creencias son igualmente verdaderas, y que se basan en la experiencia, es simplemente volver atrás al agnosticismo, el cual, hace cincuenta años, se consideraba como el enemigo más destructivo de la Iglesia. El enemigo no se ha convertido en amigo sólo por haber sido recibido en el campamento. Muy distinto es el concepto de credo cristiano. De acuerdo al concepto cristiano, un credo no es una mera expresión de experiencia cristiana, sino al contrario, es una exposición de verdades sobre los cuales la experiencia se basa.
Pero, se dirá, el cristianismo es una experiencia de vida, no una doctrina. Muchas veces se afirma esta frase y tiene cierta apariencia de piedad, pero es radicalmente falsa; uno ni siquiera tiene que ser cristiano para reconocer su falsedad. Porque al decir que el “cristianismo es una experiencia de vida” es afirmar algo en la esfera de la Historia. La afirmación no pertenece a la esfera de los ideales; es muy distinto decir que el cristianismo debiera ser una experiencia de vida, o que la religión ideal debiera ser una experiencia de vida. La afirmación de que el cristianismo es una experiencia de vida está sujeta a la investigación histórica tal como la afirmación de que el Imperio Romano bajo el gobierno de Nerón era una democracia libre. Posiblemente el Imperio Romano bajo el gobierno de Nero, de haber sido una democracia libre, habría sido mejor, pero la pregunta es simplemente si fue o no fue una democracia. El cristianismo es un fenómeno histórico, como el Imperio Romano, el Reino de Prusia, o los Estados Unidos de América. Y como fenómeno histórico, debe ser analizado sobre la base de la evidencia histórica.
¿Es cierto que el cristianismo no es doctrina sino una experiencia de vida? La pregunta sólo se puede resolver examinando los comienzos del cristianismo. Reconocer este hecho no involucra aceptar el credo cristiano; es meramente una cuestión de sentido común y honestidad. Al fundarse una nueva corporación, se establecen los estatutos de dicha corporación y en ellos se establecen los objetivos. Posiblemente pueden existir otros objetivos más adecuados; sin embargo, si los directores usan el nombre y los recursos de tal corporación para alcanzar los otros objetivos, actúan ultra vires respecto de la corporación. Esto mismo ocurre con el cristianismo. Es perfectamente concebible que los fundadores del movimiento cristiano no tenían el derecho de legislar por las generaciones posteriores; pero, en todo caso, sí tenían un derecho único e intransferible de legislar por todas las generaciones que eligieran llevar el nombre “cristiano.” Es concebible que el cristianismo deba ser abandonado, y que otra religión deba sustituirlo; pero en cualquier caso, la pregunta respecto a qué es el cristianismo sólo se puede determinar examinando los comienzos del cristianismo.
Los comienzos del cristianismo constituyen un fenómeno histórico bastante definido. El movimiento cristiano se originó algunos días después de la muerte de Jesús de Nazaret. Es dudoso llamar cristianismo a cualquier cosa antes de la muerte de Jesús. En todo caso, si el cristianismo existió antes de ese evento, era un cristianismo en etapa preliminar. El nombre se originó después de la muerte de Jesús y también fue algo nuevo en sí mismo. Evidentemente, hubo un importante nuevo comienzo entre los discípulos de Jesús en Jerusalén después de la crucifixión. En ese tiempo se ubica el comienzo de un notable movimiento que se extendió desde Jerusalén hacia el mundo gentil—el movimiento denominado cristianismo.
Acerca de las primeras etapas de este movimiento, se ha preservado información histórica definida en las Epístolas de Pablo, las cuales son consideradas por todo serio historiador como productos fidedignos de la primera generación cristiana. El autor de las Epístolas habría tenido comunicación directa con los íntimos amigos de Jesús que comenzaron el movimiento en Jerusalén, y en las Epístolas deja muy en claro cuál era el carácter fundamental del movimiento. Si hay un hecho claro, en base a la evidencia, es que el movimiento cristiano, en sus inicios, no era una experiencia de vida en el sentido moderno, sino una experiencia de vida fundamentada sobre un mensaje. No se basó meramente en sentimientos, ni en un programa de trabajo, sino en hechos reales. En otras palabras, se basó en una doctrina.
Claramente, con respecto al apóstol Pablo, no hay motivos para debatir; Pablo definitivamente no era indiferente a la doctrina; al contrario, la doctrina fue la base de su vida. Cierto que su devoción a la doctrina no lo volvía enteramente intolerante. Un ejemplo notorio de dicha tolerancia se encuentra en el episodio de su encierro en la prisión de Roma, como lo atestigua la Epístola a los Filipenses. Aparentemente, algunos maestros cristianos en Roma habrían sentido celos por la grandeza del apóstol. Mientras el apóstol estaba en libertad, ellos estaban obligados a tomar un papel secundario en la predicación del Evangelio; pero ahora que Pablo estaba encarcelado, podían buscar la supremacía. Buscaron aumentar las aflicciones de Pablo mientras estaba en la cárcel; predicaron a Cristo aun con envidia y contiendas. En resumen, los predicadores rivales hicieron de la predicación del Evangelio un medio para gratificar su ambición personal; es difícil concebir un actuar tan perverso. Pero Pablo no estaba perturbado. “Sea por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado, y en esto me gozo y me gozaré más aun.” (Filipenses 1.18) La forma en la cual se predicaba no era la correcta, pero el mensaje era verdadero; y Pablo estaba mucho más interesado en el contenido del mensaje que en la forma que se presentara. Es imposible concebir una actitud más amplia y fina de tolerancia.
Pero la tolerancia de Pablo no era indiscriminada. Él no mostró tolerancia alguna, por ejemplo, en Galacia. Ahí también había predicadores rivales. Pero Pablo no fue tolerante con ellos. “Si nosotros,” dijo, “o un ángel del cielo, predica cualquier otro evangelio diferente al que hemos predicado, sea maldito.” ¿Cuál es la diferencia en la actitud del apóstol en ambos casos? ¿Cuál es la razón de su gran tolerancia en Roma y la feroz maldición en Galacia? La respuesta es muy sencilla. En Roma, Pablo fue tolerante porque el contenido del mensaje que se estaba predicando era verdadero; en Galacia fue intolerante porque el contenido del mensaje rival era falso. En ninguno de los casos la actitud de Pablo tuvo algo que ver con distintos tipos de personalidad. Claramente las motivaciones de los judaizantes en Galacia estaban lejos de ser puras, y de manera incidental Pablo sí se refiere a su impureza. Pero esa no era la base de su oposición. Los judaizantes, sin lugar a duda, estaban lejos de ser moralmente perfectos, pero la oposición de Pablo hacia ellos hubiese sido exactamente igual si se hubiese enfrentado a ángeles celestiales. Su oposición se basaba por completo en la falsedad de sus enseñanzas; estaban cambiando el único y verdadero Evangelio por un evangelio que no era el Evangelio en absoluto.
A Pablo jamás se le hubiera ocurrido que el Evangelio era verdadero para una persona y falso para otra; la plaga del pragmatismo jamás llegó a su alma. Pablo estaba convencido de la verdad objetiva del mensaje del Evangelio, y la devoción a esta verdad era la pasión de su vida. El cristianismo para Pablo no era sólo una experiencia de vida, sino una doctrina, y en el orden lógico, la doctrina vino antes.[1]
Pero, ¿cuál era la diferencia entre las enseñanzas de Pablo y la de los judaizantes? ¿Por qué ocurrió esta gran polémica de la Epístola a los Gálatas? Para la iglesia moderna la diferencia pareciera ser meramente una sutileza teológica. Respecto a muchos temas, los judaizantes estaban de acuerdo con Pablo. Los judaizantes creían que Jesús era el Mesías; no hay ni siquiera una sombra de evidencia de que objetaran la eminente visión que tenía Pablo respecto a la persona de Cristo. Sin duda alguna, creían que Jesús había resucitado de la muerte. Creían, además, que la fe en Jesucristo era necesaria para la salvación. Pero el problema era que creían que había algo más necesario para la salvación; ellos creían que a lo que Cristo hizo, necesariamente se le debía agregar los esfuerzos del propio creyente en guardar la ley. Desde una perspectiva moderna, la diferencia pareciera ser muy sutil. Pablo, al igual que los judaizantes, creía que guardar la ley, en su esencia más profunda, estaba conectado inseparablemente de la fe. La diferencia consistía en el orden lógico—y quizás, ni siquiera temporal—de tres pasos. Pablo decía que un hombre (1) primero cree en Cristo, (2) luego es justificado delante de Dios, (3) y luego procede inmediatamente a guardar los mandamientos de Dios. Los judaizantes decían que el hombre (1) primero cree en Cristo, (2) hace su mejor intento por guardar los mandamientos de Dios, y luego (3) es justificado. Para un cristiano moderno y “práctico” la diferencia pareciera ser muy sutil y una cuestión tan intangible, que prácticamente no valdría la pena considerarse teniendo tanto en común en el ámbito práctico. ¡Cuán espléndido habría sido para las ciudades gentiles si los judaizantes hubiesen extendido exitosamente la observancia de la ley de Moisés, incluyendo lamentablemente las observancias ceremoniales! Obviamente Pablo debería haberse unido a la causa con maestros que estaban de acuerdo con él en tantos puntos importantes; claramente Pablo debería haber aplicado el gran principio de la unidad cristiana.
Pablo, sin embargo, no tomó esta actitud para nada; y sólo porque él (y otros) no tomó esta actitud es que la Iglesia cristiana existe hasta el día de hoy. Pablo vio con mucha claridad que la diferencia entre sus enseñanzas y la de los judaizantes era la diferencia entre dos tipos de religión completamente distintas; era la diferencia entre una religión basada en el mérito y otra basada en la gracia. Si Cristo provee sólo una parte de nuestra salvación, dejándonos solos para hacer el resto, entonces seguimos sin esperanza bajo la carga del pecado. Porque no importa la distancia del puente que se debe construir para alcanzar la salvación; una conciencia que ha despertado ve claramente que nuestro miserable intento de ser buenos es insuficiente para construir el puente, por ínfimo que sea. El alma culpable entra una vez más en la inútil tarea de regatear con Dios, preguntándose siempre si es que ha cumplido con todo lo necesario. Y gemimos nuevamente bajo el cautiverio de la ley. Pablo vio tal intento de agregar a la obra de Cristo mediante nuestros propios méritos como la esencia de la incredulidad; Cristo hará todo o nada, y nuestra única esperanza es arrojarnos sin reservas sobre Su misericordia y confiar en Él completamente.
Pablo ciertamente tenía razón. La diferencia que lo dividía de los judaizantes no era una sutileza teológica, sino el corazón y el núcleo de la religión de Cristo.
“Tal como soy sin más pedir,
Pero Tu sangre se derramó por mi”
Claramente, entonces, Pablo no era un defensor de una religión sin dogmas; se interesaba por sobre todo en la verdad objetiva y universal de su mensaje. Esto lo admitiría, probablemente, cualquier historiador serio, sin importar cuál es su opinión personal respecto a la religión de Pablo. A veces, el predicador moderno busca causar la impresión opuesta al citar a Pablo fuera de contexto, sacando interpretaciones que no pueden estar más lejos del sentido original. La verdad es que es imposible dejar a Pablo de lado. El liberal moderno desea producir la impresión, en la mente de cristianos sencillos (y en su propia mente), de que existe alguna continuidad entre el pensamiento liberal y los pensamientos y vida del apóstol. Pero tal impresión es totalmente engañosa. Pablo no esta interesado simplemente en los principios éticos de Jesús; no estaba interesado meramente en principios religiosos y éticos universales. Al contrario, estaba interesado en la obra redentora de Cristo y su efecto en nuestras vidas. Su interés primario era la doctrina cristiana, y no simplemente en las presuposiciones cristianas, sino en su centro. Si el cristianismo se hace independiente de la doctrina, entonces las enseñanzas de Pablo deben ser extraídas de la raíz y de las ramas del cristianismo.
Pero, ¿qué importa? Algunos no temen esta conclusión. Si las enseñanzas de Pablo se eliminan, podemos vivir sin ellas. Podría ser que, al introducir un elemento doctrinal en la vida de la Iglesia, Pablo estuviera pervirtiendo el cristianismo primitivo que era aun más independiente de la doctrina de lo que un predicador liberal moderno podría desear.
Esta sugerencia es claramente revocada por la evidencia histórica. Claramente no se puede resolver el problema de forma tan sencilla. Se han hecho muchos intentos por separar bruscamente la religión de Pablo de la religión de la Iglesia primitiva en Jerusalén; muchos intentos se han hecho para demostrar que Pablo introdujo un principio completamente nuevo al movimiento cristiano y que incluso fue el fundador de una religión nueva.[2] Pero cada uno de estos intentos fracasó. Las mismas Epístolas de Pablo atestiguan una unidad fundamental de principios entre Pablo y los compañeros de Jesús, y toda la Historia de la Iglesia, en sus principios, pasa a ser incomprensible si no es por la base de aquella unidad. Ciertamente, con respecto al carácter fundamentalmente doctrinal del cristianismo, Pablo no fue un innovador. El hecho se aprecia en el carácter de la relación de Pablo con la iglesia en Jerusalén, tal como atestiguan las Epístolas y como se aprecia con absoluta claridad en el precioso pasaje de 1 Corintios 15:3-7, en donde Pablo resume la tradición que había recibido de la Iglesia primitiva. ¿Qué constituye el contenido de aquel mensaje primitivo? ¿Es un principio universal de la paternidad de Dios y la hermandad del hombre? ¿Es una vaga admiración por el carácter de Jesús como el que prevalece en la iglesia moderna? Nada puede estar más lejos de la verdad. “Cristo murió por nuestros pecados,” dijeron los primeros discípulos, “de acuerdo a las Escrituras; fue sepultado; y se levantó de los muertos al tercer día, tal como lo dicen las Escrituras.” Desde sus comienzos, el Evangelio cristiano, tal como la palabra “evangelio” o “buenas noticias” lo expresa, consistía en el relato de eventos que ocurrieron. Desde el comienzo, se dio a conocer el significado de lo que había ocurrido; y cuando se dio a conocer el significado, hubo doctrina cristiana. “Cristo murió”—eso es historia; “Cristo murió por nuestros pecados”—esa es la doctrina. Sin estos elementos, que están unidos indisolublemente, no hay cristianismo.
Es absolutamente claro, entonces, que los primeros misioneros cristianos no llegaron con una simple exhortación; no dijeron: “Jesús de Nazaret vivió una maravillosa vida de piedad filial, e invitamos a nuestra audiencia a entregarse, tal como lo hemos hecho nosotros, al encanto de este estilo de vida.” Ciertamente es lo que los historiadores modernos habrían esperado escuchar de los primeros misioneros cristianos, pero hay que reconocer que lo que dijeron no tiene nada que ver con esta exhortación. Es concebible que los primeros discípulos de Jesucristo, después de la catástrofe de Su muerte, hayan meditado silenciosamente respecto a Sus enseñanzas. Quizás se decían entre ellos que “Padre nuestro que estás en los cielos” era una buena forma de referirse a Dios, aun cuando la Persona que les había enseñado la frase estuviera muerta. Probablemente se aferraron a los principios de Jesús y acariciaron la vaga esperanza de que Aquel que había declarado estos principios tuviera alguna existencia más allá de la tumba. Tales reflexiones habrían sido muy naturales para el hombre moderno. Pero a Pedro, Juan y Santiago ciertamente no se le ocurrieron. Jesús había generado en ellos grandes esperanzas; esas esperanzas fueron destruidas por la cruz; y reflexiones respecto a los principios generales de la religión y la ética no tenían el poder para revivir las esperanzas. Los discípulos habían sido, evidentemente, inferiores a su Maestro en todo sentido; no entendieron Sus eminentes enseñanzas espirituales. Aun en el tiempo de la solemne crisis habrían discutido acerca del lugar que habrían de tomar en el Reino de los Cielos. ¿Qué esperanza de vencer tendrían estos hombres cuando su Maestro había fracasado? Aún cuando Él estuvo con ellos, no tenían poder; y ahora que no estaba con ellos, quizás perderían el poco poder que tenían.
Sin embargo, estos mismos hombres débiles y desalentados, pasados unos días desde la muerte de su Maestro, instauraron el movimiento espiritual más importante que el mundo haya conocido. ¿Qué produjo este asombroso cambio? ¿Qué fue lo que transformó a estos discípulos débiles y cobardes en los conquistadores espirituales del mundo? Evidentemente no fueron los recuerdos de la vida de Jesús, ya que estos producían tristeza en vez de alegría. Claramente, los discípulos de Jesús, en los días entre la crucifixión y el comienzo de su ministerio en Jerusalén, habrían recibido algún nuevo equipamiento para la tarea. Ese nuevo equipamiento era, al menos el sorprendente elemento externo (sin mencionar el don que los cristianos creen que recibieron en Pentecostés), muy sencillo. La gran arma con la cual los discípulos de Jesús salieron a conquistar el mundo, no fue una simple comprensión de principios eternos; era un mensaje histórico, un relato de algo que ocurrió; era el mensaje, “Ha resucitado.”[3]Pero el mensaje de la resurrección no estaba aislado. Estaba conectado con la muerte de Jesús, que ahora se entendía no como un fracaso, sino como un triunfo de la gracia divina; estaba conectado con la estadía completa de Jesús en la tierra. La llegada de Jesús ahora se entendía como la obra de Dios por medio de la cual hombres pecadores eran salvados. La Iglesia primitiva, no se preocupaba simplemente de lo que Jesús había dicho, sino también, y primeramente, de lo que Jesús había hecho. El mundo habría de ser redimido por medio de la proclamación de tal evento. Y junto al evento estaba el significado del evento; y la exposición del evento con el significado del evento es la doctrina
[1] Ver, El Origen de la Religión de Pablo, 1921, p. 168. No se sostiene que para Pablo la doctrina viene temporalmente antes que la experiencia de vida, sino que viene lógicamente primero. Aquí se encuentra la respuesta a la objeción del Dr. Lyman Abott que se levantó en contra de la afirmación en El Origen de la Religión de Pablo. Ver The Outlook, vol. 132, 1922, pp.104ss.
[2] Algunos escritos de estos intentos se han dado a conocer por el escritor presente en el El Origen de la Religión de Pablo, 1921.
[3] Compare Una encuesta rápida de la Literatura e Historia del Nuevo Testamento, publicado por el Consejo Presbiteriano de Publicación y Trabajo Colegial Sabático texto para estudiantes, pp. 42ss.
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