domingo, 9 de septiembre de 2012

Cristo y el Liberalismo

Por J.Gresham Machen ( Extracto del Libro Cristianismo y Liberalismo)


En la narrativa detallada de los Evangelios aparece exactamente el mismo relato de Jesús que se presupone en las Epístolas paulinas. Los Evangelios coinciden con Pablo en presentar a Jesús como una Persona sobrenatural, y la coincidencia aparece no en uno o en dos de los Evangelios, sino en los cuatro. Ya pasó aquel día, si es que alguna vez existió tal día, cuando el Evangelio de Juan, presentando a un Jesús divino, podía ser contrastado con el Evangelio de Marcos, presentando a un Jesús humano. Por el contrario, los cuatro Evangelios claramente presentan a una Persona levantada muy por sobre el nivel de la humanidad común y corriente; y el Evangelio de Marcos, el más corto y según la crítica moderna el más antiguo de los Evangelios, muestra las obras sobrehumanas de poder de Jesús, de forma particularmente prominente. En los cuatro Evangelios Jesús aparece poseyendo un poder soberano sobre las fuerzas de la naturaleza; en los cuatro Evangelios, al igual que en todo el Nuevo Testamento, Él aparece claramente como una Persona sobrenatural.[1]

Pero, ¿qué quiere decir una “Persona sobrenatural”; qué quiere decir lo sobrenatural?

La concepción de lo “sobrenatural” está conectada de forma cercana con la idea de “milagro”; un milagro es la manifestación sobrenatural misma en el mundo externo.  Pero, ¿qué es lo sobrenatural? Muchas definiciones han sido propuestas. Pero sólo una definición es realmente correcta. Un evento sobrenatural es uno que ocurre por el inmediato, en contraposición con el mediato, poder de Dios. La posibilidad de lo sobrenatural, si sobrenatural fuese definido de esta forma, presupone dos cosas—presupone (1) la existencia de un Dios personal y (2) la existencia de un orden real de la naturaleza. Sin la existencia de un Dios personal no podría haber una entrada deliberada del poder de Dios al orden del mundo; y sin la existencia de un orden real de la naturaleza no podría haber una distinción entre eventos naturales y aquellos que están por sobre la naturaleza—todos los eventos serían sobrenaturales, o de otra forma la palabra “sobrenatural” no tendría significado alguno. La distinción entre “natural” y “sobrenatural” no quiere decir, ciertamente, que la naturaleza es independiente de Dios; no significa que mientras Dios lleva a cabo eventos sobrenaturales, los eventos naturales no son llevados a cabo por Él. Por el contrario, el creyente en lo sobrenatural considera que todo lo que es hecho es obra de Dios. Sólo que él cree que, en los eventos llamados naturales, Dios usa un medio, mientras que en los eventos llamados sobrenaturales no usa medio alguno, sino que libera Su poder creativo. La distinción entre lo natural y lo sobrenatural, en otras palabras, es simplemente la distinción entre las obras de Dios de providencia y las obras de Dios de creación; un milagro es una obra de la creación tan ciertamente como el acto misterioso que generó el mundo. Esta concepción de lo sobrenatural depende absolutamente de una visión teísta de Dios. El teísmo debe ser diferenciado (1) del deísmo y (2) del panteísmo.

Según la visión deísta, Dios echó a andar al mundo como una máquina y luego lo dejó para ser independiente de sí mismo. Tal visión es inconsistente con la realidad de lo sobrenatural; los milagros de la Biblia presuponen un Dios que está constantemente vigilando y guiando el curso de este mundo. Los milagros de la Biblia no son intrusiones arbitrarias de un Poder que no tiene relación con el mundo, sino que están evidentemente intencionadas para lograr resultados dentro del orden de la naturaleza. Ciertamente lo natural y lo sobrenatural están mezclados en los milagros de la Biblia, de una forma completamente incongruente con la concepción deísta de Dios. En la alimentación de los cinco mil, por ejemplo, ¿quién podría decir qué parte cumplieron los cinco panes y los dos peces en el evento; quién podría decir cuándo lo natural se acabó y comenzó lo sobrenatural? Sin embargo, ese evento, si es que lo hubo, ciertamente trascendió el orden de la naturaleza. Lo milagros de la Biblia, entonces, no son la obra de un Dios que no tiene parte en el curso de la naturaleza; son la obra de un Dios que, a través de sus obras de providencia, está “preservando y gobernando a todas sus criaturas y sus acciones.”

Pero la concepción de lo sobrenatural es incongruente, no sólo con el deísmo, sino también con el panteísmo. El panteísmo identifica a Dios con la totalidad de la naturaleza. Por lo tanto, en la perspectiva panteísta, resulta inconcebible que algo pueda entrar en el curso de la naturaleza desde el exterior. Una incongruencia similar respecto de lo sobrenatural, aparece también en ciertas formas de idealismo, las cuales niegan la existencia real de las fuerzas de la naturaleza. Si lo que parece estar conectado en la naturaleza, sólo está realmente conectado en la mente divina, entonces resulta difícil hacer cualquier distinción entre aquellas operaciones de la mente divina que se presentan como milagros, y las que se presentan como fenómenos naturales. Una vez más, se ha dicho a menudo que todos los eventos son una obra de creación. Desde este punto de vista, el decir que un cuerpo es atraído hacia otro de acuerdo a una ley de gravitación, es sólo una concesión a la fraseología popular; lo que debería realmente decirse, es que cuando dos cuerpos se encuentran en sus cercanías y bajo determinadas condiciones, estos se unen. Desde esta perspectiva, ciertos fenómenos en la naturaleza son siempre seguidos por otros fenómenos correspondientes, y en realidad es sólo esta regularidad de secuencia la que se indica al afirmar que el primer tipo de fenómenos “causa” el segundo; en todos los casos la única causa real es Dios. Sobre la base de esta perspectiva, no puede haber distinción entre los eventos que son causados por el poder inmediato de Dios, y los que no lo son, pues en ella todos los eventos son causados por Dios. En contra de esta perspectiva, aquellos quienes aceptan nuestra definición de milagro, aceptarán naturalmente la noción de causa que dicta el sentido común. Dios es siempre la primera causa, pero existen en realidad causas secundarias; y ellas son los medios que Dios utiliza, en el curso normal del mundo, para el cumplimiento de Sus fines. Es la exclusión de tales segundas causas lo que transforma un evento en milagro.

A veces se dice que la realidad de los milagros destruiría la base de la ciencia. Se dice que la ciencia se basa en la regularidad de las secuencias; da por supuesto que si se dan determinadas condiciones dentro del curso de la naturaleza, siempre les seguirán condiciones correspondientes. Pero si va a ocurrir cualquier intromisión de acontecimientos, que por su propia definición son independientes de todas las condiciones anteriores, se dice entonces que la regularidad de la naturaleza sobre la que la ciencia se basa, está dividida. El milagro, en otras palabras, parece introducir un elemento de arbitrariedad y misterio al curso del mundo. La objeción ignora lo que es realmente fundamental en la concepción cristiana del milagro. De acuerdo con la concepción cristiana, un milagro es causado por el poder inmediato de Dios. No es causado por un déspota arbitrario y absurdo, sino por el mismo Dios que es el causante de la regularidad de la naturaleza—más aun, por el Dios cuyo carácter es conocido a través de la Biblia. Podemos estar seguros que un Dios como ese no actuará a pesar de la razón que Él ha dado a Sus criaturas; Su intervención no introducirá ningún trastorno al mundo que Él mismo ha creado. Según la concepción cristiana, no existe nada arbitrario acerca de un milagro. No se trata de un evento espontáneo, sino de un evento que es causado por la fuente misma de todo el orden que existe en el mundo. Es enteramente dependiente de la menos arbitraria y más firmemente invariable cosa de todas las que existen—es decir, depende del carácter de Dios.
Entonces, la posibilidad del milagro, está indisolublemente unida al “teísmo.” Una vez que se admite la existencia de un Dios, Creador y Gobernante personal para el mundo, no existen límites, sean estos temporales o eternos, que se puedan establecer al poder creativo de ese Dios. Admita que Dios alguna vez creó el mundo, y usted no podrá negar que Él podría involucrarse nuevamente en la creación. Pero, se podría decir que la realidad de los milagros es diferente a la posibilidad de ellos. Se podría admitir que tiene sentido que los milagros puedan ocurrir. Pero, ¿han ocurrido en realidad?

Esta pregunta ocupa un lugar muy importante en la mente del hombre moderno. La carga de la pregunta parece posarse excesivamente sobre muchos que aceptan los milagros del Nuevo Testamento. Se suele decir que los milagros eran comúnmente considerados como una ayuda a la fe, pero ahora son más bien un impedimento a la fe; la fe solía venir por causa de los milagros, pero ahora viene a pesar de ellos; los hombres solían creer en Jesús porque Él realizó milagros, pero ahora aceptamos los milagros, debido a que por otros motivos hemos llegado a creer en Él.

Una extraña confusión da base a esta común forma de hablar. En un sentido, sin duda, los milagros son un impedimento a la fe—pero, ¿quién pensó alguna vez lo contrario? Es posible admitir, ciertamente, que si la narrativa del Nuevo Testamento no incluyera milagros, resultaría mucho más fácil de creer. Mientras más común es una historia, más fácil resultará aceptarla como verdadera.

Pero las narraciones comunes tienen poco valor. El Nuevo Testamento, sin los milagros, sería mucho más fácil de creer. Pero el problema es que no valdría la pena creerlo. Sin los milagros, el Nuevo Testamento contendría un relato de un hombre santo—no un hombre perfecto, es cierto, pues Él fue conducido a hacer sublimes afirmaciones a las que no tenía derecho—pero de un hombre por lo menos mucho más santo que el resto de los hombres. Pero, ¿cuál sería el beneficio que, un hombre como Él y Su muerte, la cual marcó Su propio fracaso, representaría para nosotros?

Mientras más sublime es el ejemplo que Jesús estableció, mayor resulta nuestro dolor frente a nuestra incapacidad para alcanzarlo; y mayor es nuestra desesperanza bajo el peso del pecado. El sabio de Nazaret puede satisfacer a aquellos que nunca han enfrentado el problema del mal en sus propias vidas, pero hablar acerca de un ideal a aquellos que se encuentran bajo la esclavitud del pecado, es una burla cruel.

Sin embargo, si Jesús fue simplemente un hombre como el resto de los hombres, entonces todo lo que encontramos en Él constituye un ideal. Un mundo pecaminoso necesita mucho más. Es de muy poco consuelo que se nos diga que hubo bondad en el mundo, cuando lo que necesitamos es la bondad triunfando sobre el pecado. Pero para que la bondad triunfe sobre el pecado, se requiere que entre en escena el poder creador de Dios, y es ese poder creador de Dios el que se manifiesta a través de los milagros. Sin los milagros, el Nuevo Testamento podría resultar más fácil de creer. Pero lo que se creería sería totalmente distinto de lo que se nos presenta ahora. Sin los milagros tendríamos a un profesor; con los milagros, lo que tenemos es un Salvador.

Ciertamente, es un error aislar los milagros del resto del Nuevo Testamento. Es un error tratar el asunto de la resurrección de Jesús como si lo que se debiera demostrar fuera simplemente la resurrección de cierto hombre del primer siglo en Palestina. Sin duda que las pruebas existentes para tal caso, por muy fuerte que resulte la evidencia, podrían ser insuficientes. De hecho, el historiador se vería obligado a afirmar que ninguna explicación naturalista del origen de la Iglesia ha sido aún descubierta, y que las pruebas para el milagro son sumamente fuertes; pero los milagros son, por decir lo menos, acontecimientos extremadamente inusuales, y existe una arrogancia hostil enorme en contra de aceptar la hipótesis del milagro en cualquier caso determinado. Pero, de hecho, la pregunta en este caso no se refiere a la resurrección de un hombre sobre quien no sabemos nada, sino que se refiere a la resurrección de Jesús. Y Jesús fue, sin duda, una Persona muy extraordinaria. La singularidad del carácter de Jesús elimina la arrogancia hostil en contra del milagro; era extremadamente improbable que cualquier hombre ordinario se levantara de entre los muertos, pero Jesús fue como ningún otro hombre que haya existido jamás. Y la evidencia para los milagros del Nuevo Testamento se sustenta aun de otra forma más; se sustenta por la existencia de una oportunidad adecuada.

Se ha observado previamente, que un milagro es un evento producido por el poder inmediato de Dios, y que Dios es un Dios de orden. Por lo tanto, la evidencia de un milagro se ve enormemente reforzada cuando el propósito del milagro puede ser detectado. Eso no significa que dentro de un sistema de milagros se deba asignar una razón exacta a cada uno de ellos; no significa que en el Nuevo Testamento deberíamos esperar entender exactamente por qué se efectuó un milagro en un caso y no en otro. Pero sí significa que la aceptación de un sistema de milagros se facilita ampliamente cuando se puede detectar una razón adecuada para el sistema en su conjunto.

En el caso de los milagros del Nuevo Testamento, no es difícil encontrar una razón adecuada. Se encuentra en la conquista del pecado. De acuerdo a la visión cristiana, como se establece en la Biblia, la humanidad se encuentra bajo la maldición de la ley santa de Dios, y el temible castigo incluye la corrupción de toda nuestra naturaleza. Las verdaderas transgresiones provienen de una raíz pecaminosa, y llevan a profundizar la culpabilidad de todo hombre ante los ojos de Dios. Sobre la base de esa perspectiva, tan profunda, tan fiel a los hechos observados de la vida, es evidente que nada natural satisfará nuestra necesidad. La naturaleza transmite el terrible defecto; la esperanza se deberá buscar sólo en un acto creativo de Dios. Y ese acto creativo de Dios—tan misterioso, tan contrario a todas las expectativas, y aun así, tan congruente con el carácter del Dios que se revela como el Dios de amor—se encuentra en la obra redentora de Cristo. Ningún producto de una humanidad pecadora podría haberla redimido de la terrible culpa, ni podría haber levantado a una raza pecadora desde el abismo del pecado. Pero un Salvador ha venido de Dios. Ahí es donde yace la raíz misma de la religión cristiana; ahí se encuentra la razón por la cual lo sobrenatural es la base y esencia misma de la fe cristiana.

Pero la aceptación de lo sobrenatural depende de una convicción de la realidad del pecado. Sin la convicción de pecado no puede haber reconocimiento de la singularidad de Jesús; sólo cuando se contrasta nuestra maldad con Su santidad, es que apreciamos el abismo que Lo separa del resto de los hijos de los hombres. Y sin la convicción de pecado no puede haber una comprensión de la oportunidad para el acto sobrenatural de Dios; sin la convicción de pecado, la buena noticia de la redención parece ser una historia sin valor. La convicción de pecado es tan fundamental en la fe cristiana, que no resultará suficiente llegar a ella por un mero proceso de razonamiento; no resultará suficiente simplemente decir: Todos los hombres (según se me ha dicho) son pecadores; yo soy un hombre, por lo que supongo que debo ser también un pecador. A veces, esa es toda la supuesta convicción a la que se llega respecto del pecado. Pero la verdadera convicción es mucho más inmediata que eso. De hecho, depende de la información que proviene desde fuera; depende de la revelación de la ley de Dios; depende de las dramáticas verdades establecidas en la Biblia en cuanto a la pecaminosidad universal de la humanidad. Pero añade a la revelación que ha provenido desde el exterior, una convicción total en la mente y el corazón, una profunda comprensión de la propia condición personal que se ha perdido, una iluminación de la conciencia insensibilizada que provoca una revolución copernicana en la actitud personal hacia el mundo y hacia Dios. Cuando un hombre ha pasado por esa experiencia, se asombra de su ceguera anterior. Y, sobre todo, se asombra de su actitud previa respecto de los milagros del Nuevo Testamento, y hacia la Persona sobrenatural que en él se nos reveló. El hombre verdaderamente arrepentido se gloría en lo sobrenatural, porque sabe que nada de lo natural satisfaría su necesidad; el mundo ha sido sacudido una vez en su caída, y deberá ser agitado nuevamente si va a ser salvado.

Sin embargo, la aceptación de las presuposiciones del milagro, no vuelve innecesario el evidente testimonio de los milagros que de hecho se han producido. Y ese testimonio es sumamente poderoso. El Jesús presentado en el Nuevo Testamento fue claramente una Persona histórica—esto es admitido por todos los que realmente han llegado a enfrentarse alguna vez con los problemas históricos. Pero resulta así de claro que el Jesús presentado en el Nuevo Testamento es una Persona sobrenatural. Sin embargo, para el liberalismo moderno, una persona sobrenatural nunca es histórica. Un problema surge entonces para aquellos que adoptan el punto de vista liberal—el Jesús del Nuevo Testamento es histórico, es sobrenatural y, sin embargo, lo que en la hipótesis liberal es sobrenatural, nunca puede ser histórico. El problema podría ser resuelto sólo mediante la separación de lo natural respecto de lo sobrenatural, en el relato acerca de Jesús que se encuentra en el Nuevo Testamento, con el fin de que lo que es sobrenatural pudiera ser rechazado y lo que es natural pudiera conservarse. Pero el proceso de separación nunca ha sido llevado a cabo con éxito. Muchos han sido los intentos—la iglesia liberal moderna ha puesto su propio corazón y su alma en el intento, de modo que seguramente no existe un capítulo más brillante en la historia del espíritu humano, que esta “búsqueda del Jesús histórico”—pero todos los intentos han fracasado. El problema es que los milagros no resultan ser una excrescencia en los relatos acerca de Jesús que se encuentran en el Nuevo Testamento, sino que pertenecen a su propia urdimbre y trama. Ellos se encuentran íntimamente relacionados con las sublimes afirmaciones de Jesús; se sostienen o caen con la indudable pureza de Su carácter; revelan la naturaleza misma de Su misión en el mundo.

Sin embargo, los milagros son rechazados por la iglesia liberal moderna, y junto con los milagros, la totalidad de la Persona sobrenatural de nuestro Señor. No sólo se rechazan algunos milagros, sino todos. No tiene ninguna importancia el que algunas de las maravillosas obras de Jesús sean aceptadas por la iglesia liberal; no significa absolutamente nada el que algunas de las obras de sanidad se consideren como históricas. Pues el liberalismo moderno ya no considera esas obras como sobrenaturales, sino simplemente como sanidades de un tipo extraordinario de fe. Y lo que en realidad es importante, es la presencia o ausencia de lo verdaderamente sobrenatural. Tales concesiones como la de las sanidades de fe, más aun, nos llevan a un mejor pero muy corto camino—los incrédulos de lo sobrenatural deben simplemente rechazar como legendaria o mítica la mayor parte de las maravillosas obras.

Entonces, la pregunta no se refiere a la historicidad de tal o cual milagro, sino se refiere a la historicidad de todos los milagros. Ese hecho a menudo se oculta, y el oscurecimiento del mismo introduce un elemento algo similar a la falsedad en el apoyo de la causa liberal. El predicador liberal escoge uno de los milagros y lo discute como si se tratara del único punto en cuestión. El milagro que se suele destacar es el Nacimiento Virginal. El predicador liberal insiste en la posibilidad de creer en Cristo, no importando cuál sea la perspectiva que se adopte en cuanto a la forma de Su entrada al mundo. ¿No es la Persona la misma, sin importar cómo nació? La impresión que entonces se produce sobre el hombre común y corriente, es que el predicador está aceptando los principales lineamientos de los relatos del Nuevo Testamento acerca de Jesús, y que tiene dificultades simplemente con este elemento particular del relato. Pero esta impresión es radicalmente falsa.

Es cierto que algunos hombres han negado el Nacimiento Virginal y, sin embargo, han aceptado el relato del Nuevo Testamento acerca de Jesús como una Persona sobrenatural. Pero tales hombres son extremadamente escasos y se presentan alejados en el tiempo. Podría resultar difícil hoy en día encontrar uno solo, de cualquier nivel de importancia, que se encuentre vivo; así de profunda y obviamente congruente es el Nacimiento Virginal con la presentación total de Cristo en el Nuevo Testamento. La inmensa mayoría de aquellos quienes rechazan el Nacimiento Virginal, rechazan así mismo todo contenido sobrenatural del Nuevo Testamento, y hacen de la “resurrección” exactamente lo que la palabra “resurrección” más enfáticamente no significó—una permanencia de la influencia de Jesús, o una mera existencia espiritual de Él más allá de la tumba. Antiguas palabras pueden ser utilizadas aquí, pero lo que ellas designan se ha ido. Los discípulos creyeron en la existencia personal continua de Jesús, incluso durante los tres tristes días posteriores a la crucifixión; ellos no eran saduceos; ellos creyeron que Jesús vivía y que se iba a levantar en el último día. Pero lo que les permitió comenzar la obra de la Iglesia Cristiana, fue que ellos creyeron que el cuerpo de Jesús ya había sido levantado de la tumba por el poder de Dios. Esa creencia implica la aceptación de lo sobrenatural, y la aceptación de lo sobrenatural es, pues, el corazón y alma mismos de la religión que profesamos.

Cualquiera sea la decisión que se tome, la cuestión no debe ser enturbiada. El asunto no se refiere a milagros individuales, ni siquiera en relación a un milagro tan importante como el Nacimiento Virginal. Realmente se refiere a todos los milagros. Y el asunto concerniente a todos los milagros es simplemente la cuestión de la aceptación o el rechazo del Salvador que presenta el Nuevo Testamento.

Si se rechazan los milagros, se tiene en Jesús la más bella flor de la humanidad, que causó tal impresión sobre Sus seguidores, que después de Su muerte ellos no podían creer que había muerto, sino que experimentaron alucinaciones en las que pensaban que Le vieron resucitado de entre los muertos; si se aceptan la milagros, se tiene un Salvador que vino voluntariamente a este mundo para nuestra salvación, sufrió por nuestros pecados sobre la Cruz, se volvió a levantar de entre los muertos por el poder de Dios, y vive para siempre para interceder por nosotros. La diferencia entre esos dos puntos de vista, constituye la diferencia entre dos religiones totalmente distintas. Ya es tiempo de que esta cuestión sea enfrentada; es tiempo de que el uso engañoso de frases tradicionales sea abandonado y que los hombres digan lo que piensan. ¿Aceptaremos al Jesús del Nuevo Testamento como nuestro Salvador, o Lo rechazaremos junto con la iglesia liberal?

Respecto de este punto, podría presentarse una objeción. Se puede decir que el predicador liberal está a menudo dispuesto a hablar de la “divinidad” de Cristo, y a decir que “Jesús es Dios.” El hombre común y corriente quedará muy impresionado. El predicador, dirá el hombre, cree en la divinidad de nuestro Señor; entonces, evidentemente, su herejía debe referirse únicamente a detalles; y aquellos que se oponen a su presencia en la Iglesia son sólo cazadores de herejía, intolerantes y poco compasivos.

Pero, por desgracia, el idioma es valioso sólo como la expresión del pensamiento. La palabra inglesa “God” (“Dios”), no tiene ninguna virtud particular en sí misma, no es más hermosa que otras palabras. Su importancia depende por completo del significado que se le atribuye. Por lo tanto, cuando el predicador liberal dice que “Jesús es Dios,” el significado de la expresión depende totalmente de lo que se quiere decir con “Dios.”

Y ya se ha observado que cuando el predicador liberal utiliza la palabra “Dios,” él se refiere a algo totalmente diferente de lo que el cristiano quiere decir con la misma palabra. Dios, por lo menos según la tendencia lógica del liberalismo moderno, no es una Persona separada del mundo, sino simplemente la unidad que domina el mundo. Por lo tanto, decir que Jesús es Dios, significa simplemente que la vida de Dios que aparece en todos los hombres, aparece con especial claridad o riqueza en Jesús. Tal afirmación se opone diametralmente a la creencia cristiana en la divinidad de Cristo.

Igualmente opuesto a la creencia cristiana, se encuentra otro significado que a veces se atribuye a la afirmación de que Jesús es Dios. La palabra “Dios” se usa a veces para denotar simplemente el objeto supremo de los deseos de los hombres, la cosa más elevada que los hombres conocen. Hemos renunciado a la idea, se dice, de que existe un Creador y Gobernante del universo; tales nociones pertenecen a la “metafísica,” y son rechazadas por el hombre moderno. Pero resultaría adecuado decir que la palabra “Dios,” a pesar de que ya no puede significar el Hacedor del universo, denota el objeto de las emociones y deseos de los hombres. De algunos hombres, se puede decir, que su Dios es Mamón—Mamón es aquél para quien ellos trabajan, y a quien sus corazones están atados. En una forma algo similar, el predicador liberal dice que Jesús es Dios. Él no se refiere en absoluto a que Jesús es idéntico en naturaleza a un Creador y Gobernante del universo, de quien se podría obtener una idea por separado de Jesús. En un Ser como ese, él ya no cree. Todo lo que él quiere decir es que Jesús el hombre—un hombre, aquí, en medio de nosotros, y de la misma naturaleza que la nuestra—es lo más elevado que conocemos. Es evidente que tal forma de pensar se encuentra mucho más apartada de la creencia cristiana, de lo que lo está el Unitarismo, por lo menos en sus primeras formas. Pues el Unitarismo temprano, sin duda, al menos creía en Dios.

Por otra parte, los liberales modernos dicen que Jesús es Dios no porque crean en la grandeza de Jesús, sino porque creen en un Dios extremadamente chico. De manera distinta, el liberalismo en las iglesias “evangélicas,” es inferior al “Unitarismo.” Es inferior al Unitarismo respecto a la honestidad. Para mantenerse dentro de las iglesias evangélicas y callar los temores de conservadores asociados, los liberales optan constantemente por un uso doble del lenguaje. Un joven, por ejemplo, ha recibido noticias desconcertantes acerca de la profanación de un predicador prominente. Al interrogar al predicador con respecto a sus creencias, recibe una afirmación confortadora. “Puedes decirles a todos,” afirma el predicador liberal, “que creo que Jesús es Dios.” El joven se va impresionado.

Sin embargo, se puede poner en duda si la afirmación “creo que Jesús es Dios,” o a una frase similar, es realmente verdadera, cuando viene de la boca de un predicador liberal. El predicador liberal le da un verdadero significado a las palabras, y ese significado lo lleva en el corazón. Realmente cree que “Jesús es Dios.” El problema es que le da un significado a las palabras diferente al significado que recibe el oyente de mentalidad simple. Luego atenta en contra del principio fundamental de la veracidad del lenguaje. De acuerdo a este principio fundamental, el lenguaje es veraz, no cuando el significado concuerda con los hechos, sino cuando el significado que intenta expresar a la otra persona concuerda con los hechos. Luego, la veracidad de la afirmación, “Creo que Jesús es Dios,” depende de la audiencia a quien se dirigen las palabras. Si la audiencia se compone de gente preparada teológicamente, quienes le dan el mismo significado a la palabra “Dios” que quiere entregar el comunicador, la frase es veraz. Pero si la audiencia se compone de cristianos anticuados, que siempre le han dado el mismo significado antiguo a la palabra “Dios” (el significado que aparece en el primer capítulo del Génesis), el lenguaje no es veraz, y en este último caso aunque tengan todas las buenas motivaciones del mundo, la afirmación no es correcta. Poseer ética cristiana no invalida la honestidad; ningún deseo por edificar la Iglesia evitando ofensas puede justificar una mentira.

En cualquier caso, la deidad de nuestro Señor es negada por el liberalismo moderno, en cualquier sentido verdadero de la palabra “Dios.” De acuerdo a la iglesia liberal moderna, Jesús difiere del resto de los hombres por grado y no por tipo; es divino sólo si cualquier hombre puede ser divino. Pero si la concepción de la deidad de Cristo pierde su significado, ¿cuál es la concepción cristiana? ¿A qué se refiere un hombre cristiano cuando dice que “Jesús es Dios”? Se nos dio la respuesta en lo que ya fue dicho. Hemos observado que el Nuevo Testamento presenta a Jesús como persona sobrenatural. Pero si Jesús es una Persona sobrenatural, entonces o es divino o es un Ser intermedio, claramente superior al hombre, pero inferior a Dios. Esta perspectiva se ha abandonado por varios siglos en la iglesia, y no hay muchas señales de que pueda revivir; el Arrianismo ciertamente está muerto. La idea de Cristo como un ser suprangelical, parecido a Dios, pero no Dios, viene evidentemente de la mitología pagana, y no de la Biblia ni de la fe cristiana. Generalmente se acepta, si se mantiene la concepción deísta de la separación entre el hombre y Dios, que Cristo es Dios o simplemente hombre; claramente no es un Ser intermedio entre Dios y el hombre. Luego, si no es meramente hombre, sino más bien una Persona sobrenatural, la conclusión es que es Dios.

En segundo lugar, hemos visto que en el Nuevo Testamento, y en todo cristianismo verdadero, Jesús no es un simple ejemplo de fe, sino el objeto de la fe. Esta fe, de la cual Jesús es objeto, es claramente una fe religiosa; el cristiano deposita su confianza en Dios, de una forma que sería completamente inadecuada, si Cristo no fuera Dios. Lo que el hombre le entrega a Jesús, no es nada más ni nada menos que el bienestar eterno de su alma. La actitud completa en el Nuevo Testamento hacia Jesús, presupone claramente la deidad de nuestro Señor. Sólo debemos acercarnos a cualquier afirmación individual a la luz de esta presuposición medular. Los pasajes individuales que hablan de la deidad de Cristo no son excrescencias del Nuevo Testamento, sino frutos naturales de una concepción fundamental que en todas partes es igual. Esos pasajes individuales no se limitan a un libro o a un grupo de libros. En las Cartas Paulinas, por supuesto, los pasajes son particularmente claros; el Cristo de las Epístolas aparece una y otra vez asociado con el Padre y con Su Espíritu. En el Evangelio de Juan, tampoco hay que buscar mucho; la deidad de Cristo es prácticamente el tema del libro. Pero el testimonio de los Evangelios Sinópticos no es diferente del testimonio en el resto de los libros. La forma en que Jesús habla de Su Padre y del Hijo—por ejemplo el famoso pasaje de Mateo 11:27 (Lucas 10:22): “Todas las cosas las he recibido del Padre, y nadie conoce al Hijo sino sólo el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.”—esta forma de presentar la relación de Jesús con el Padre, absolutamente fundamental en los Evangelios Sinópticos, involucra la declaración de la deidad de nuestro Señor. Alguien que hable de esta forma muestra una misteriosa unión con el Dios eterno.

Sin embargo, el Nuevo Testamento, con igual claridad, presenta a Jesús como hombre. El Evangelio de Juan, que al comienzo contiene la extraordinaria declaración, “El verbo era Dios,” y permanece refiriéndose a la deidad del Señor, al mismo tiempo representa a Jesús angustiado y sediento en la hora de la Cruz. En los Evangelios Sinópticos, escasamente se pueden observar esos toques drásticos que dan testimonio de la humanidad de nuestro Salvador como aquellos que aparecen una y otra vez en el Evangelio de Juan. Con respecto a los Evangelios Sinópticos, claramente no hay debate; los escritores presentan a una Persona que vivió genuinamente como ser humano y era verdaderamente hombre.

La verdad es que el testimonio del Nuevo Testamento es igual en todas partes; el Nuevo Testamento, en todas partes, muestra a Alguien que era Dios y hombre a la vez. Es interesante observar cuán poco exitosos han sido los intentos por rechazar una parte de este testimonio y retener el resto. Los apolinios rechazaban la completa humanidad del Señor, pero al hacerlo obtuvieron a una Persona bastante distinta al Jesús del Nuevo Testamento. El Jesús del Nuevo Testamento era claramente, en sentido pleno, un hombre. Algunos suponían que la humanidad y divinidad de Jesús estaban tan fusionadas que su naturaleza no era ni humana ni divina, sino un tertium quid. Pero nada puede estar más lejos de las enseñanzas del Nuevo Testamento. De acuerdo al Nuevo Testamento, la naturaleza humana y divina eran claramente distintivas; la naturaleza divina era divinidad pura, y la naturaleza humana era humanidad pura; Jesús era Dios y hombre en dos naturalezas distintivas.

Los nestorianos, por otra parte, enfatizaron lo distintivo de lo humano y divino de Jesús hasta suponer que existían dos personas distintas en Jesús. Pero tal perspectiva gnóstica es plenamente contraria a lo escrito; el Nuevo Testamento es muy claro respecto a la unidad de la Persona de Cristo.

Mediante el abandono de estos errores la Iglesia llegó a la doctrina Neo Testamentaria de dos naturalezas en una Persona; el Jesús del Nuevo Testamento es “Dios y hombre, en dos naturalezas distintivas, y para siempre una Persona.”

A veces se considera esta doctrina como especulativa. Pero nada puede estar más lejos de los hechos. La doctrina de las dos naturalezas no nace de la especulación, sino del intento de resumir con precisión y exactitud la enseñanza de la Escritura. Por supuesto que esta doctrina es rechazada por el liberalismo moderno y se rechaza de forma simple—deshaciéndose de toda la naturaleza eminente de nuestro Señor. Pero tal radicalismo fracasa al igual que todas las herejías del pasado. El Jesús que supuestamente queda al haber eliminado su elemento sobrenatural es, a lo más, una figura poco clara; ya que eliminar el elemento sobrenatural involucra lógicamente eliminar mucho de lo que queda, y el historiador constantemente enfrenta la perspectiva absurda que elimina completamente a Jesús de las páginas de la Historia. Pero aun cuando se evitan estos peligros, aun cuando el historiador, al definir límites arbitrarios en el proceso de eliminación, ha logrado construir un Jesús plenamente humano, el Jesús construido es completamente irreal. Presenta una contradicción moral en el centro de su ser—una contradicción que se debe a su naturaleza mesiánica. Era puro, humilde, fuerte y cuerdo, sin embargo supuso, sin base de hecho, ¡que habría ser el Juez de todo el mundo! El Jesús liberal, a pesar de todos los intentos de reconstrucción psicológica para darle vida, sigue siendo una falsa figura manufacturada. Muy diferente es el Jesús del Nuevo Testamento y de los grandiosos credos que derivan de la Escritura. Jesús es claramente misterioso. ¿Quién puede entender el misterio de Su persona? Pero su misterio, es un misterio en el cual el hombre puede hallar descanso. El Jesús del Nuevo Testamento tiene al menos una ventaja sobre el Jesús de reconstrucción moderna—es real. No es una figura creada para sostener máximas, sino una Persona genuina que puede ser amada por el hombre. Durante muchos siglos el hombre lo ha amado, y lo extraño es que a pesar de todos los intentos por eliminarlo de las páginas de la Historia, todavía hay algunos que lo aman.

[1] Comparar con “History and Faith”, 1915, pp. 6-8.

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