Juan Stam
Introducción
En la teología sistemática,
mayormente bajo el capítulo de Soteriología (doctrina de la salvación), se
suele incluir el tema de "nuestra identificación con Cristo" y
también, de unos con otros en el cuerpo de Cristo. Escritores devocionales lo describen
como nuestra "unión mística" con Dios en Cristo. En estas charlas,
queremos interpretar esa "identificación" y "unión" con el
término más contemporáneo de "solidaridad". Lo estudiaremos en
torno a tres de los momentos principales de la Cristología: la encarnación,
crucifixión y resurrección del Hijo de Dios.
Por un lado, vamos a
afirmar que la persona y la obra salvífica de Jesucristo tienen importantes
implicaciones para nuestra vida y compromiso hoy. Cuando los grandes
momentos cristológicos se entienden como solidaridad, se convierten en
exigencias de solidaridad para nosotros hoy en América Latina.
Por otro lado, trataremos
de demostrar que esos tres momentos se entienden mejor desde la perspectiva de
la solidaridad. De hecho, la cruz no se entiende, o se entiende mal, sin
este enfoque decisivo. La encarnación y la resurrección también (como
igualmente el Pentecostés) encuentran su sentido más profundo cuando se
interpretan como actos de solidaridad.
En otras palabras, la
Cristología nos ayuda a entender la solidaridad, y la solidaridad nos ayuda, y
mucho, a entender la Cristología.
I. La Encarnación como
motivo y modelo de solidaridad
(Jn 1:14)
El prólogo del cuarto
evangelio se mueve sobre tres ejes: "el Verbo era Dios" (1:1),
"el Verbo fue hecho carne" (1:14), y "el Hijo unigénito... nos
lo ha dado a conocer" (1:18). El pasaje plantea la encarnación del Verbo
como la máxima revelación de Dios; conocemos al Dios invisible en una vida de
carne y hueso. En las palabras de Heb 1:1-2, Dios culminó su proceso de
auto-revelación cuando "nos habló en hijo" (elalêsen hêmin en huiô).
Juan 1:14 es
un texto sumamente denso, en que cada palabra concentra una gran riqueza de
significado. La frase medular reza, "Y el Verbo fue hecho carne" (kai
ho logos sarx egeneto). Lo primero que llama la atención es la paradójica
yuxtaposición del sujeto logos (quien es Dios según 1:1-4) y el verbo egeneto,
que implica "devenir", "hacerse", cuando supuestamente Dios
debe ser inmutable (según las categorías de la filosofía griega y la teología
sistemática). En este acto de encarnación comienza la solidaridad de Jesucristo
con nosotros. Del mundo eterno del "puro ser" (como lo conciben los
teólogos), al que correspondería el verbo eimi pero no ginomai,
el Verbo entró en las dialécticas del proceso histórico. Quizá podríamos
decir que en su encarnación el Verbo "se contradice a sí mismo", para
inmiscuirse en nuestro mundo del "devenir". Cambia su eternidad
supuestamente estática por nuestro mundo dinámico de constante cambio.
Filosíficamente, diríamos que optó por Heráclito contra Parmenides.
La encarnación del Verbo
eterno fue el acto de solidaridad por excelencia, fundamento de toda la
Cristología y clave para su entendimiento. Al tomar nuestra "carne"
(fragilidad humana; ser-carente-de, ser-para-la muerte), Cristo se identificó
incondicionalmente con nuestra condición humana en toda su vulnerabilidad.
También se identificó con nuestra condición de criaturas y con la creación
misma. Aquel por quien todas las cosas fueron hechas (1:2-3, egeneto),
pues el mundo fue hecho por él (1:10 egeneto), también "fue
hecho" (1.14 egeneto), el mismo, creación y "criatura"
(feto prenatal y bebé en los procesos normales de crecimiento; Lc 2:40,52; cf.
1:0).
En esa vida humana -- tan
humana como la nuestra, pero sin pecado y por eso más humana -- el
Verbo-hecho-carne nos dió la máxima revelación de Dios (Jn 1:18; cf. Heb
1:1-2). El Verbo no sólo asumió nuestra carne sino también "habitó entre
nosotros" (1:14), "tomó residencia en la tierra" y vivió en la
más dolorosa y peligrosa cercanía con nosotros y con nuestro pecado. Y de esa
manera "visibilizó" a Dios ("y vimos") ante nuestros ojos.
Un Verbo es invisible, como lo es Dios mismo (1:18), pero en su radical
identificación con nosotros, Jesús volvió visible al Invisible. En eso
ejemplificó el ejemplo del valor de una vida encarnada en solidaridad.
Hay varios otros textos que
señalan a estas "mutaciones" del Verbo divino. Cristo,
"siendo por naturaleza Dios, ... se rebajó voluntariamente, tomando la
naturaleza de siervo (doulos), y haciéndose semejante a los seres
humanos ... " (Fil 2:6-8: se identificó con la humanidad y con todos los
humillados de la tierra); "siendo rico, se hizo pobre (II Cor 8:9: se
identificó, en su encarnación y su estilo de vida, con la clase pobre);
"Dios lo hizo pecado por nosotros" (II Cor 5:21, huper hêmôn
hamartian epoiêsen; se identificó aun con nuestro pecado y su consecuencia,
la muerte).
Por la Virgen María el
Verbo se unió plena e incondicionalmente con nuestra humanidad, y por el
Espíritu Santo nosotros y nosotras somos incorporados en un solo cuerpo en esa
humanidad solidaria del Encarnado. Nuestra incorporación en Cristo por la fe crea
toda una nueva realidad de solidaridad. Por eso San Pablo tiene tanta
predilección por la frase en Cristô y por los verbos con sun
("con") de prefijo, a veces aparentemente acuñados por el mismo.
Hemos sido co-crucificados con Cristo (Gal 2:20), co-sepultados (Rom 6:4,5; Col
2:12), co-resucitados y co-sentados con él en lugares celestiales (Col 2:13;
3:1; Ef 2:6) y co-viviremos con él (Rom 6:8). Somos co-herederos con él, y si
co-sufrimos con él, también co-reinaremos con él (Rom 8:17; Fil 3.10; Apoc 20:4).
Todo eso habla de la solidaridad que él ha creado con nosotros, y de nosotros
con él.
Por otra parte, como
consecuencia de su encarnación y solidaridad, Cristo ha hecho de su pueblo un
solo cuerpo que practica entre sí la misma solidaridad con que él se identificó
con nosotros. Aquí también abundan los verbos con el prefijo sun. Entre
muchos tenemos: en Cristo estamos co-articulados en un solo cuerpo (Ef 2:21;
4:16). Como tal co-combatimos (Fil 1:27) y co-luchamos en oración (Rom
15:30, sunagonizô); co-actuamos (1 Cor 16:16) y nos co-ayudamos (2 Cor
1:11). Estamos unidos para co-morir y co-vivir (2 Cor 7:3) y
co-reinaremos juntamente (1 Cor 4:8). En esa solidaridad del cuerpo de Cristo,
cuando un miembro sufre, a todos los miembros les duele, y cuando un miembro
recibe honra, todos se llenan de gozo (I Cor 12:26). En esa solidaridad,
no caben las rivalidades.
No podríamos encontrar
expresiones más enfáticas de la solidaridad. Y todo procede de la solidaria
encarnación del Verbo.
II. La solidaridad como
sentido más profundo de la Cruz
(2 Cor 5:21; Gal 3:13)[1]
Con razón dijo Pablo que la
cruz es una locura y un escándalo (1 Cor 1:18-23); si su
"irracionalidad" no nos escandaliza, no hemos comenzado a entender su
significado. La tradicional teoría de "substitución" (yo debo
dinero en el almacén pero un amigo lo paga en mi lugar; estoy preso bajo
sentencia de muerte, pero un amigo me visita en la celda, cambiamos de ropa, yo
salgo libre y el amigo muere en mi lugar) es una simplificación que traiciona
los datos bíblicos, y hace de la muerte de Jesús una crasa injusticia (Camus,
Bernard Shaw, Domenic Crossan). La muerte de Cristo no puede entenderse como
una transacción externa y objetiva, una especie de intercambio o trueque.
Sin pretender
"explicar" la cruz, dos puntos importantes pueden por lo menos
comenzar a aclarar su sentido. Primero, nunca debemos olvidar que en el plano
humano e histórico, la muerte de Jesús en la cruz no fue un mero episodio
desconectado de toda su vida sino que fue la consecuencia inevitable de su
manera de ser y de vivir. Polemizaba osadamente con los líderes y toda la
"buena gente", y defendía a los que eran "mala gente" ante
los ojos de la sociedad. Comenzó la semana final de su vida con una
marcha pública, seguida por un violento acto de protesta en el mismo
templo. Su manera de ser y su conducta eran insoportables para las
autoridades. Así entendido, lo mataron por subversivo.
La segunda pista, que ayuda
aun más, nos la proporciona Juan Calvino, junto con otros. Calvino introduce el
tercer libro de Institución de la religión cristiana, precisamente sobre
la salvación, con un párrafo muy importante:
Ante todo hay que notar que mientras Cristo
está lejos de nosotros y nosotros permanecemos apartados de él, todo cuanto
padeció e hizo por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, no nos
aprovecha en lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes
que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros.
Por esta razón es llamado "nuestra Cabeza" y "primogénito
entre muchos hermanos"; y de nosotros se afirma que somos "injertados
en Él" (Rom 8.29; 11. 17; Gál 3.27); porque, según he dicho, ninguna de
cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no
somos hechos una cosa con Él (Calvino Inst 3.1).
Interesantemente, fue sólo
en la última edición de su magnum opus que Calvino introdujo este fuerte
énfasis sobre la identificación solidaria de Cristo con nosotros como clave a
su obra redentora.[2] Parece que le fascinó tanto el tema,
que acuñó una serie muy rica de expresiones latinas al respecto ("nostrae
cum Deo coniunctionis" 3.6.2; "cum ipse in unum coalescimos"
3.1.1; "in Christi participatione" 3.16.1; Cristo "se
nobis agglutinavit societatem" 3.2.24 etc.). Para Calvino, el
Cristo que nos justifica y redime no es un "Christus extra nos"
sino que nos redime en "la más íntima coalescencia" con nosotros (3.11.10),
en un "sagrado matrimonio" (3.1.3 "sacrum coniugium")
entre él y nosotros. No debemos considerar a Cristo "como
separado de nosotros" (procul stantem) sino "más bien
habitando en nosotros" (3.2.24). Por la " habitatio Christi
in cordibus nostris" (3.11.10) compartimos "vita in consortio"
(3.8.1; cf. 3.6.5). Esta relación es una especie de amalgama aglutinada,
en que el Espíritu Santo es el "vinculum" (3.1.1). "Incorporados
nosotros a su cuerpo, nos hace partícipes, no solamente de sus bienes, sino
incluso de sí mismo" (3.2.24).
Todo eso puede entenderse
como lo que hoy llamamos "solidaridad". Cristo se hizo carne y
uña con nosotros, e hizo a nosotros carne y uña con él. Puede verse como
una especie de "trasplante total". Cristo tomó nuestro pecado porque
nos tomó a nosotros dentro de sí y entró él dentro de nosotros, en un mismo
cuerpo solidario. El fue más que un "representante", y mucho
más que un "sustituto". Su solidaridad llegó a tal grado de
identificación, que sería más fácil para dos gemelos siameses separarse que
para él separarse de nosotros.[3]
Jesucristo maniféstó y
practicó esta solidaridad en su nacimiento, en su estilo de vida y en su
muerte:
Cuando el Verbo fue hecho
carne, identificándose así con toda nuestra fragilidad, pasó también, como
todos nosotros, sus nueve meses como feto pre-natal. Es más, fue concebido en
el vientre de una madre soltera, lo que a los y las vecinos seguramente no les
parecía un milagro sino un escándalo. Por eso después sus enemigos se lo
echaron en la cara diciendo, "nosotros no hemos nacido de fornicación"
(Jn 8:41), y posteriormente algunos rabinos lo llamaban "el bastardo de
Nazaret". Al octavo día Jesús fue circuncidado (sin duda sangraba,
como cualquier niño) y después sus padres ofrecieron dos tórtolas para la
purificación del niño y su madre (Lc 2:21-23; el padre no tenía culpa en el
asunto y no necesitaba purificación). Como joven Jesús tuvo ciertos roces con
sus padres (Lc 2:48-49) y trabajó unos dieciocho años de carpintero como uno
más de la clase obrera. Al iniciar su ministerio, se sometió al humillante
"bautismo de arrepentimiento" de Juan el Bautista, "para cumplir
toda justicia". Aunque él no tenía pecados de que arrepentirse, en
esto también se identificó con nosotros los pecadores para nuestra redención
("toda justicia").
En su conducta y su estilo
de vida también Jesús se identificaba con los pecadores; los fariseos le
condenaban por ser amigo de pecadores (Lc 15:1-2; 5:29-32; 7:33-39). Extendió
su mano a tocar a los enfermos, los leprosos y los muertos, lo que le
contaminaba ceremonialmente y le incapacitaba para entrar al templo. Era amigo
de la "mala gente" por lo que fue mal visto por la "buena
gente". Fue tierno y compasivo con los pecadores, pero muy severo con los
hipócritas; agresivo e insultante; hasta afirmó que los publicanos y las
prostitutas entrarían al reino de Dios antes que los fariseos (Mt 21:31).
En todo eso, ante los sacerdotes y maestros de la ley, él fue "hecho
pecado" por vía de su solidaridad inseparable con pecadores.
Esa clase de solidaridad
con los marginados y los desvalidos de la sociedad nunca está bien visto por
los poderosos. Para nada sorprende que muy temprano comenzaron a
confabular para matarlo. Y mucho menos cuando se dejaba llamar "Rey de los
judíos", defendía siempre a las víctimas del sistema, entró en la ciudad
capital en una marcha triunfal y trastornó el sucio comercio de los poderosos
en la misma casa de Yahvé, denunciándoles a ellos por convertir el templo en
una cueva de ladrones. Toda esa solidaridad profética le granjeó la
muerte. La cruz fue instrumento de ejecución pública de los enemigos del
sistema. Fue el precio de su solidaridad con nosotros, en servicio osado
al Reino de Dios y su justicia.
Finalmente, la misma muerte
fue la expresión definitiva de esa solidaridad que comenzó con su
nacimiento. Al asumir la condición humana, lo hizo incondicionalmente,
sin reservas en su solidaridad ("Acepto nacer y vivir en carne, pero no
morir, porque soy Dios y Dios no muere, mucho menos puedo hacerme pecado y
maldición". ¿Cómo es posible eso para Dios mismo?) Ahí podemos ver la
locura y el escándalo de la cruz.
Pero en Cristo la cruz
tiene también su lógica, y es la lógica de la solidaridad incondicional.
Humanamente hablando, esa muerte violenta fue la consecuencia lógica e
inevitable de una vida que los poderosos jamás iban a tolerar. Pero
evangélicamente hablando, Cristo hizo suyos nuestros pecados para hacer nuestra
su justicia; hizo suya nuestra muerte, para liberarnos de ella. Cristo
fue desamparado por su propio Padre (de nuevo, lo incomprensible para el
entendimiento humano; "¡Dios desamparado por Dios! ¿Cómo puede ser?",
exclamó Lutero. "No lo puedo entender"). Pero él fue desamparado por
su Padre, para que nosotros nunca lo seamos. Y en esa muerte solidaria,
"Dios mostró su justicia, para que él [Dios] sea justo y el que justifica
a los injustos", con los que se ha solidarizado (cf. Rom 3:25-26).
"Oh Cristo", dijo
Lutero, "Yo soy tu pecado, y tu eres mi justicia" (2 Cor 5:21).
Y eso, no por alguna transacción externa y abstracta, sino por su solidaridad
hasta las últimas consecuencias. "Fue obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz" (Fil 2:8). Habiéndonos amado, nos amó hasta el fin
(Jn 13:1).
La Resurrección como
reafirmación de la solidaridad
(Lucas 24:13-49)
En la teología de la
resurrección volvemos a encontrar lo inadecuado de una explicación meramente
forense, externa y transaccional, o la clásica teoría de
"satisfacción" (teoría "comercial" de Anselmo). Si
Cristo ya había expiado toda la culpa del pecado y ya había pagado en pleno
todo el precio de nuestra redención, ¿qué papel le queda a la resurrección en
ese plan salvífico? ¿Por qué no ascendió directamente a la diestra de Dios, en
vez de pasar cuarenta días más en la tierra (según nos narra Lucas)? Y aun más,
si Cristo ya nos ha redimido plenamente, ¿para qué la resurrección corporal
nuestra en vez de un traslado espiritual del alma al cielo?
Una parte importante de la
respuesta a estas preguntas será precisamente la solidaridad de Jesucristo con
nuestra humanidad.
En primer lugar la
resurrección fue una nueva afirmación de la carne, del valor de nuestra
condición física y su lugar decisivo en el plan salvífico de Dios para
nosotros. En cierto sentido, sin negar la continuidad del Resucitado con el
Crucificado y la identidad de ambos en la persona de Jesús, la resurrección
puede considerarse como una especie de "segunda encarnación".
Habiéndonos redimido por su muerte en la cruz, Jesús opta, por decirlo así, por
tomar de nuevo nuestra carne y solidarizarse con nuestra corporalidad, pero
ahora liberada y glorificada. Por eso Lucas insiste en que Jesús comía,
caminaba y conversaba. Por eso también el credo apostólico habla con todo
acierto de "la resurrección de la carne" (no sólo "del
cuerpo")... Eso significa hoy un compromiso cristiano con el cuerpo, con
la carne, en tiempos cuando se ha hecho común la tortura y la mutilación de los
cadáveres de los asesinados. Por eso también deben preocuparnos no sólo los
muertos en guerra sino también todos los heridos y lisiados, que llevan en sus
cuerpos, de por vida, las llagas del nefasto militarismo de nuestro tiempo.
Esto debe significar también un compromiso con la salud pública, la buena
alimentación para todos, y la lucha contra la pobreza.
En segundo lugar, la
resurrección de Jesús fue una nueva afirmación de la vida. En su obra
redentora, Cristo no sólo logró el perdón de nuestros pecados sino también
venció para siempre la muerte. "Oh Cristo", reza un antiguo himno
alemán, "muerte de mi muerte, vida de mi vida". "En él estaba la
vida" (Jn 1:3), y su resurrección significó su compromiso con ella, frente
a la muerte, hasta las últimas consecuencias. Él vino para darnos vida, y vida
en abundancia (Jn 10:10), y ratificó ese compromiso con su resurrección. Por
eso, porque en Cristo la vida venció a la muerte, los y las cristianos debemos
dar nuestro mayor esfuerzo para que todos y todas disfrutan de esa vida
abundante, en todas sus dimensiones (vivienda, alimentación, educación,
dignidad, y esperanza en Jesucristo como su Salvador). Y por eso, debemos
ser "forjadores de la paz" (Mt 5:9) contra las fuerzas de muerte,
guerra y opresión que nos rodean.
La resurrección de Cristo
significa también su compromiso con lo humano. Llama la atención que, según los
relatos evangélicos, el Cristo Resucitado no tenía nada de apariencia
angelical. María lo confundió con el jardinero, los discipulos lo confundieron
con otro pescador (ambos de la clase obrera), y los caminantes a Emaús lo toman
por un extranjero que no sabía nada de lo que había pasado. En ese relato,
también, Lucas revela un sentido de humor, sutil y simpático, en el Jesús
Resucitado que caminaba con ellos: su inocente "¿Qué cosas? Cuéntenme, por
favor" (Lucas 24:19), la conversación que sigue en que ellos narran al
mismo Jesús lo que a él le había pasado, como si él no lo supiera, y las
palabras finales de ellos, "pero a él no le vieron" (24:24), cuando
ellos mismos están viendo a Jesús con sus propios ojos.[4]
Gracias a Dios, la
resurrección no nos va a convertir en ángeles sino en seres humanos
auténticos. Igual que el Primogénito de los resucitado, no seremos menos
humanos; seremos plenamente humanos, aun más humanos que nunca. Y Lucas nos
permite entender que no perderemos ese precioso don que es el sentido de
humor. Podemos estar seguros de que en el Reino de Dios también
contaremos chistes, con alegría perfecta e infinita.
La resurrección de Jesús
inaugura también el proceso hacia la nueva tierra, y como tal significa un
compromiso con lo terrenal. Cristo resucitado tuvo dos pies para caminar tras
los caminantes a Emaús y aclanzarlos en el camino, pero nadie puede caminar sin
tierra, aunque tenga pies. ¿Por qué insistimos en alegorizar las calles de la Nueva
Jerusalén, en la nueva tierra? En la primera página de la Biblia, Dios crea la
tierra y la declara buena. En el segundo relato de la creación, lo primero que
Dios da a Adán es tierra, un huerto para cultivar. Cristo proclamó que los
mansos heredarán la tierra (Mt 5:5); la gran liturgía en el cielo anuncia que
reinaremos con Cristo sobre la tierra (Ap 5:10). La resurrección de Cristo,
precursora de la nueva creación, nos obliga ahora a comprometernos con el medio
ambiente, la justa distribución de la tierra, y la adoración al Creador como
momento obligado en nuestra liturgia (Ap 4:4,6,11; 5:13).
La resurreción nos llama a
un compromiso con el futuro, un compromiso con la esperanza. Desde que
Cristo resucitó, su Reino es invencible y nada es imposible. Su resurrección
nos asegura que un mundo diferente es posible, ahora en medida relativa y
sentido penúltimo, y finalmente en la plenitud de su reino. Los que dicen que
"todas las cosas permanecen así desde el principio de la creación"
son los burladores incrédulos (2 Pedro 3:3-4), no los que están identificados
con Cristo en la solidaridad de su resurrección. Al contrario, nuestro Dios es
el que hace nuevas todas las cosas (Apoc 21:5), hoy, mañana y siempre.
Creer en la resurrección significa solidarizarnos con Dios en Cristo, en su
proyecto de transformación radical del mundo.
Conclusion
La identificación
incondicional de Jesucristo con nosotros (solidaridad) es clave pare entender
la Cristología, y la Cristología, bien entendida, es una poderosa motivación a
la solidaridad.
En su encarnación, Jesús
asumió nuestra humanidad corporal, nos hizo un solo cuerpo, y nos llama a ser
también solidarios como fue y es él.
En su cruz, la solidaridad
de Cristo fue hasta el extremo, hasta hacer suyos nuestro pecado y muerte.
En su resurreción, Cristo
reafirmó su solidaridad con la corporalidad, la vida y la esperanza.
Bendición franciscana
Que Dios te bendiga con la inconformidad
frente a las respuestas fáciles, las medias verdades,
las relaciones superficiales,
para que seas capaz de profundizar dentro de tu corazón.
Que Dios te bendiga con la ira,
frente a la injusticia, la opresión y la explotación de la gente,
para que puedas trabajar por la justicia, la libertad y la paz.
Que Dios te bendiga con lágrimas,
para derramarlas por aquellos que sufren dolor,
rechazo, hambre y guerra,
para que seas capaz de extender tu mano, reconfortarlos
y convertir su dolor en alegría.
Y que Dios te bendiga con suficiente locura,
para creer que tu puedes hacer una diferencia en este mundo,
para que tu puedas hacer lo que otros proclaman que es imposible.
[1] La traducción de 2 Cor 5:21 en la Nueva
Versión Internacional, "Dios lo trató como pecador", queda corto del
sentido del texto griego, huper hêmôn hamartian epoiêsen; "por
nosotros lo hizo pecado".
[2] El primer capítulo del Libro III (3.1) es
completamente nuevo en la edición de 1559, como es también el lugar definitivo
asignado a la unión con Cristo en todo el tercer libro (Barth, Church
Dogmatics, IV/3: 552-3).
[3] Sin duda estas formulaciones pueden
prestarse para exageraciones o malos entendidos, pero captamos mejor su fuerza
y su profundo sentido, según Calvino mismo, si lo sobreformulamos.
[4] ) Sobre este pasaje, véase Stam, Profecía
bíblica y misión de la iglesia (Quito: CLAI, 2001), pp. 42-44.
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