Juan Stam
1] Desde hace muchos años me he sentido
convencido, con cada vez más convicción, de que la teología evangélica, como
teología de la sobreabundante gracia de Dios, debe sobreabundar también con
gracia en su estilo teológico. El paradigma cristológico para todo
teólogo es el Verbo encarnado, que vino "lleno de gracia (incluso su
aspecto estético) y de verdad (aspecto ético) de modo que en él "vimos la
gloria de Dios" (Jn 1.14). Más allá de la ley -- o de nuestra seca
teología sistemática --, Cristo trajo la gracia y la verdad de su Padre,
"y de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia"
(1.16s).
La gracia es más que un concepto abstracto
teológico; implica amabilidad, belleza, encanto. Según el profesor H.-H.
Esser de Muenster, "los términos de la raíz griega jar indican lo
que produce agrado" (Coenen 2:236).[2] En
griego clásico, muchas veces jaris era intercambiable con jara
(gozo) y jairô (gozar), para referirse a lo que deleita en lo
bello. Se usaba de la hermosura de una mujer bella, como la esposa de
Hefaisto, o de "las siete Gracias" que repartían la belleza, la
elegancia y el encanto entre los seres humanos.[3] A veces
describía una manera hermosa y agradable de hablar, un lenguaje encantador (Lc 4.22; Col 4.6; Ef 4.29).
El teólogo contemporáneo que más ha
reflexionado sobre la belleza de Dios, y por eso la de la teología, es Karl
Barth, sobre todo en su exposición de la gloria de Dios (Church Dogmatics
II/1 640-677). Barth ve la belleza de Dios subordinada a su revelación,
como "la figura y forma" de su auto-manifestación, "con la que
nos ilumina y nos convence y nos persuade"[4]
En su revelación, "Dios es bello, divinamente bello, bello a su propia
manera" (650). "Dios actúa como aquel que da placer, crea deseo
y la premia con el goce de lo deseado" (651). Dios se revela así y
actúa así, porque es así, porque es bello y deseable, lleno de goce (ibid).
Siglos antes de Karl Barth, San Agustín expresó esta verdad en un testimonio
conmoveder, citado por Barth en su exposición:
¡Tarde te amé, hermosura
tan antigua y tan nueva (pulchritudo tam antiqua et tam nova), tarde te
amé! He aquí, tu estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba, y
sobre esas hermosuras que tu creaste me arrojaba deforme. Tu estabas
conmigo y yo no estaba contigo. Me tenían lejos de tí aquellas cosas,
que, si no estuvieran en tí, no existirían. Pero tu llamaste y clamaste y
rompiste mi sordera. Relampagueaste y resplandeciste y ahuyentaste mi
ceguera. Exhalaste fragancia, la respiré y anhelo por tí. Gusté y
ahora tengo hambre y sed de tí. Me tocaste, y encendí en deseos de
tu paz. (Confesiones 10:27).
Aquí encontramos la razón más profunda,
fundamentada en la misma persona de Dios, para la estética del discurso
teológico evangélico. Como reflexión sobre la gracia y la gloria de Dios
– y ojalá, reflejo de ellas –- la teología debe ser la más bella de todas las
disciplinas intelectuales. Tradicionalmente. se ha descrito como "la
reina de las ciencias ",[5] pero casi
siempre por la coherencia y la simetría de su sistema racional. Con todo
aprecio por el valor estético de una buena argumentación (cf. Anselmo, Cur
Deus homo 1.1), es un error ver "el sistema" como el fin y meta
del teologizar o de quedar embelesado sólo por el brillo racionalista de esa
forma tradicional de teologizar. Más bien y sobre todo, su belleza
debe reflejar la hermosure de la gracia y la gloria del Dios sobre quien
reflexiona y a quien adora.
La teología, sin perder su rigor intelectual,
está llamada a ser un acto de adoración. Desde el día de Pentecostés, los
teólogos tenemos la tarea, con los carismas que el Espíritu reparte, de
explicitar ante las naciones "las maravillas de Dios" (magnalia
dei, Hch 2.11). La teóloga también está llamada a adorar y servir a
Dios "en la hermosura de la santidad" (Sal 29.2; 96.9; 110.3).
El anhelo, la tarea y el privilegio de los teólogos es el de "estar en la
casa de Yahvéh...para contemplar la hermosura de Yahvéh, y para inquirir en su
templo" (Sal 27.4). La teología debe vivir en continua actitud de
adoración.
La seriedad académica de la teología, su
veracidad y su criticidad, no deben apagar el aspecto de asombro y maravilla en
el teologizar. Se ha afirmado, creo que con razón, que tanto la filosofía
como la teología nacieron del asombro: la filosofía, con Tales de Mileto, ante
el misterio del cielo y las estrellas; la teología, con la fe, ante el misterio
de Dios y la salvación. En cambio la modernidad, a partir de Descartes,
suplantó ese punto de partida por otro, que era la duda.[6] Aun si
ese método cartesiano de la duda sistémica pueda tener mucho valor para otras
disciplinas, para la teología es una trampa fatal. La buena teología
parte de la fe (Agustín, Anselmo), después sujeta sus conceptos a los fuegos
del más riguroso examen crítico hasta forjar convicciones firmes, y termina de
nuevo en asombro y adoración.
En último análisis, el teologizar
auténtico nace del amor – un profundo amor a Dios, a Cristo, al prójimo, al
evangelio, a las escrituras, a la iglesia, al reino de Dios y (en nuestro caso)
a América Latina. Teologizar es obedecer el mandato del Señor, de amar a
Dios con toda la mente (Mt 22.37) y de "llevar cautivo todo pensamiento a
la obediencia a Cristo" (2 Co 10.5). El móvil supremo del teólogo
sigue siendo el del gran teólogo misionero del primer siglo: "El amor de
Cristo se ha apoderado de nosotros" (2 Co 5.14 DHH).
Para adaptar la descripción que hizo San Agustín del filósofo, podemos afirmar
que verus theologus amator Dei est. El antiguo padre expresó con
profunda emoción y transparente sinceridad su propia motivación teológica:
No es con conciencia
dudosa, oh Señor, sino con certeza, que yo te amo. Heriste mi corazón con
tu palabra y te he amado. Y de hecho, cielo y tierra, y todo lo que en
ellos hay, por todas partes me están diciendo que te he de amar...Cuando amo a
mi Dios, estoy amando una cierta luz, una cierta melodía, una cierta fragancia,
un cierto manjar y un cierto abrazo – la luz y la melodía y la fragancia y el
manjar y el abrazo en el alma, cuando en mi alma resplandece esa luz que no
ocupa lugar, suena esa voz que no lo arrebata el tiempo; respiro esa fragancia
que ningún viento puede esparcir; recibo ese manjar que no se consume comiéndose;
reposo en el abrazo que nunca se disminuye por la saciedad. Todo esto es
lo que amo cuando amo a mi Dios. (Confesiones, 10:6).
Todo teólogo es un amator Dei, un
enamorado de Dios, y no tiene vergüenza de confesarlo sino realiza todo su
quehacer teológico desde ese pozo profundo de amor.
[1] Adaptado del artículo "Ética y estética del discurso
teolóico" en Haciendo teología en América Latina pp. 23-46, donde
ampliamos más el concepto.
[2] La familia semántica de jar inlcuye jaris, jarizomai,
jaritoô, jarisma y el opuesto a todo eso, ajaris.
Cf. eujaristos con sentido de placentero, agradable.
[3] ) H.-H. Esser, "Gracia" en Diccionario teológico del Nuevo
Testamento, Lothar Coenen et al, ed. (Salamanca: Sígueme, 1980), tomo II,
p.237.
[4] ) Con subordinar la belleza de Dios a su revelación, Barth evita
cuidadosamente cualquier "esteticismo" que pretendería divinizar la
belleza o poner encima de Dios una norma de belleza a la cúal el correspondería
para ser bello. Barth insiste en que la belleza de Dios no pertenece a su
esencia divina sino a su revelación (652).
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